UNA HISTORIA, PARA SER LEÍDA ANTES DE LA MEDIANOCHE


LA VENTANA QUE NUNCA ESTUVO, DONDE DEBÍA ESTAR


El féretro con restos del viejo, estaba colocado justo en el centro de la habitación sin ventanas de la casona familiar y que había sido climatizada de manera adecuada para el velatorio como lo había pedido él mismo, hacía más de veinte años.

Las cortinas, eran de crespón negro y ribetes dorados, escogidas por el finado, eran de una sobriedad espantosa. Una mesita de metal alta, con tope en mármol, ubicada en uno de los rincones, sostenía un jarrón de barro sin esculpir, con flores frescas, recién cortadas del jardín de la casa.

Eran claveles blancos y tulipanes amarillos. Una cinta, del mismo color negro, del crespón de la tela de las cortinas, describía el aprecio por el fenecido: “A nuestro padre D. Margarito Granado y del Bosque; con cariño, de todos sus hijos”.

El viejo, había tenido una vida larga y fructífera: una docena de hijos repartidos entre tres mujeres y sólo con la última de ellas estuvo legalmente casado (de esa unión nacieron ocho hijos). Una le parió una hija en medio de la relación entre la primera y la tercera.
A la hora de su muerte, tenía más de treinta nietos y una veintena de biznietos. Se jactaba de que las tres mujeres convivían en el mismo lugar, a poca distancia una de la otra e incluso, realizaban los quehaceres del hogar de manera conjunta.

Guario, de trece años, cumplidos la misma semana que el viejo cayó en coma, luego de ser pateado por una mula. Era el  biznieto más pequeño y fue el primero en llegar al velatorio. No eran las siete de la mañana. Los gallos no cantaron como antes esa mañana y a lo lejos, un perro hacía esfuerzos inútiles por aullar.

Todo era un silencio tal, que calaba los huesos.  Fue entonces cuando el mozalbete se asomó a la habitación por la puerta entreabierta e iluminada por las cuatro velas, colocadas cada una, en un candelero de plomo, alrededor de la tapa con crucifijo, que cubría el ataúd.

Lo que descubrió después el niño, lo dejó pasmado de miedo y de terror.
Con los ojos desorbitados y lleno de espanto no daba crédito a lo que  veía. D. Margarito Granado y Del Bosque, vestido de traje completo, estilo safari, cruzado en un azul marino (su color predilecto) y con botonadura dorada yacía inerte, rígido e imperturbable en el ataúd color caoba encaramado en catre de bronce.

Tenía flexionados los brazos sobre el pecho. Sus manos entrelazadas agarraban un clavel blanco, flor con la que se identificaba siempre. Parecía estar en actitud de oración, en el silencio de la habitación cerrada. Sus ojos, ahora cerrados y vistos de cerca, parecían aún más hundidos que nunca, por la rigidez cadavérica. Semejaban, dos cuencas secas, en tierras áridas, de un río, por donde una vez brotó el líquido vital para la vida.

El niño, cerró también sus ojos buscando aclarar sus pensamientos. Al abrirlos de nuevo vio lo que no quería ver. Asomadas al pie del lugar donde había de haber una ventana, estaban las botas de trabajo del viejo D. Margarito. Eran las mismas que tenía puestas el día que la mula lo pateó. Pero, ¿qué hacían ahí, justo donde había de haber una ventana, casi cubiertas por la cortina de crespón negro y orillas doradas?

Guario miraba incrédulo y al unísono, las botas y el cadáver. No entendía porque las botas estaban allí y el viejo en el ataúd. No tenía sentido lo que veía. Pensó que el viejo se había levantado de la muerte y le estaba haciendo una jugada de las que siempre lo tenía acostumbrado. A D. Margarito Granado y Del Bosque, le gustaba darle sustos envuelto en sabanas oscuras al muchacho.

Sin embargo, el extinto, seguía en su ataúd. Tieso. Inerte. ¿Quién pues tenía puestas las botas del abuelo y estaba al píe de donde debía haber una ventana y porque demonios, estaban en la posición como si vinieran hacia él?
Asustado. Paralizado por el miedo y la sorpresa, Guario no encontraba una salida. Se confesó varias veces. Rezó, en silencio y con los dientes apretados, veinte padrenuestros y una docena de avemarías. Le pidió perdón al viejo casi de rodillas.

Armado de valor se acercó al lugar donde estaban las botas del viejo. Estaban limpias. Relucientes, Dio un manotazo a la cortina del color del crespon y donde estaba la cinta que rezaba: “A nuestro padre D. Margarito Granado y del Bosque; con cariño, de todos sus hijos, nietos y biznietos”, para ver quién estaba ahí detrás.

La sorpresa fue inmensa: el lugar donde debía estar la ventana, estaba empedrado con ladrillos de artesanía y en lugar de esta, colgaba un cuadro gigante del viejo, retratado de cuerpo entero. Tenía el mismo traje azul marino con botones dorados y estilo cruzado, tal cual estaba en el ataúd.

D. Margarito Granado y Del Bosque, estaba más vivo que nunca en ese cuadro. Sonriente. Sus ojos vivarachos parecían mirar al muchacho no importa hacia donde se moviera en la habitación sin ventanas. Su rostro aunque de la misma edad que tenía al morir. Decía siempre que 89 años y casi nueve meses. Su nacimiento se produjo a inicios del siglo xx y fue testigo de la ocupación militar de los a su Estados Unidos a su país, entre 1916 y 1924. Decía que su padre fue uno de las primeras víctimas de esa ocupación ya que lo tildaron de gavillero.

El viejo, tenía un bigote, copioso y blanco como el algodón que le daba un toque mágico a su rostro trigueño, algo quemado por el sol de las mañanas y tardes cuando solía traquear sus gallos, que no cantaron el día de su velorio.
De su sombrero gris con cinta amarilla, salían mechones de plata de una cabellera fina, abundante y bien cuidada. Sus cejas, copiosas, eran de un todo de gris casi plateada.

Guario, nunca antes había visto ese cuadro del viejo. Estaba retratado, debajo de una delas matas de cajuil. Una de sus frutas favorita. Se apoyaba en un bastón fino, con la cabeza de águila dorada en la empuñadura. El muchacho, pasó sus manos sobre la pintura, cerró sus grandes ojos negros y el llanto bañó su rostro de niño. Se arrellanó y se quedó dormido en el piso frío, de la habitación cerrada, donde descansaba el cuerpo del bisabuelo.
Horas más tarde, casi a las siete de la noche, Guario despertó y se encontraba solo.

El cortejo fúnebre había partido. D. Margarito Granado y Del Bosque había sido cristianamente sepultado. Ya no había cortinas en la habitación. Ni velas encendidas. Ni estaba el candelero con las velas al lado del crucifijo pegado a la tapa del ataúd. No estaba la cinta de crespón negro con letras doradas que rezaba: “A nuestro padre D. Margarito Granado y del Bosque; con cariño, de todos sus hijos, nietos y biznietos”.

Y no había nadie, a quien preguntar nada.

Guario, estaba solo, como cuando llegó a ese lugar antes de las siete de la mañana y ni los gallos habían empezado a cantar. Solo, acompañado del cuadro del viejo, el muchacho echó a llorar otra vez y esta vez, se ahogó, en un mar de lágrimas…


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